Por la capital paseaba yo un día,
a dos ciudadanos sin querer pegué.
Y acabé por eso en la comisaría,
allí me la crucé y me enganché.
Qué hacía allí, no tengo ni idea,
tal vez el pasaporte estaba recogiendo.
Blanca alhelí, tan joven y tan bella,
la quise encontrar en su vivienda.
La perseguí y recordé aquella puerta.
¿Y qué le digo yo? No soy más que un bribón.
Un trago me tomé e invité a la coqueta
al restaurante de la estación.
Le sonreían todos los transeúntes,
me entraron ganas de gritar «¡socorro!».
Y cuando le guiñó el ojo uno,
le asesté un golpe en el morro.
Le serví caviar a montones,
fluyó como un río el parné.
¡Le pedía preciosas canciones!
La de «Grullas»1 por fin le encargué.
Le estuve jurando hasta la madrugada,
recité como un artista:
«En toda la semana no he robado nada,
¡ay, mi amor a primera vista!».
Confesé que estaba perdido,
con bufanda limpiándome el moco.
Y me dijo: «Tranquilo, le creo
y le bajo el precio un poco».
La zurré, a la pájara bella,
en mis venas la sangre hervía:
comprendí qué hacía mi estrella
aquel día en la policía...
|