Te pregunté: «¿Por qué la cordillera es tu meta?»
Buscabas guerra, la cima era tu enemigo.
«El Elbrus se ve bien desde la avioneta...»
Te echaste a reír, llevándome contigo.
Desde entonces, te volviste tierna y cariñosa.
¡Ay, mi alpinista! ¡Ay, mi montañera!
Y la primera vez que me sacabas de una fosa,
sonreías, ¡ay, mi montañera!
Y luego, por esas malditas cañadas,
mientras tu cena estaba elogiando,
me diste un par de tortas bien dadas,
mas no me enojé, y seguía cantando:
«¡Ay, qué tierna eres! ¡Ay qué cariñosa!
¡Ay, mi alpinista! ¡Ay, mi montañera!..»
Cada vez que me sacabas de una sima o una fosa,
me echabas una bronca, ¡ay, mi montañera!
Y después, en todas nuestras escaladas
- ¡de mí no te fiabas, estabas alerta! -
me sujetabas con fuerza y con ganas.
¡Ay, mi alpinista! ¡Montañera experta!
¡Qué poco tierna eres! ¡Qué poco cariñosa!
¡Ay, mi alpinista! ¡Ay, mi montañera!
Cada vez que me sacabas de una sima o una fosa,
me amonestabas, ¡ay, mi montañera!
Con todo mi esfuerzo te seguía,
un poquito más y te alcanzaba.
Si subo, te digo: «¡Ya basta, eres mía!»
Pero me caí y al caer gritaba:
«¡Qué cariñosa eres y qué tierna!
¡Mi alpinista, mi roca encantadora!...»
Estamos amarrados con la misma cuerda:
¡Ambos somos montañeros a partir de ahora!
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