Manos llenas de agua fría
llevaban a sus bocas sedientas:
los montenegrinos deprisa bebían,
vivían deprisa, hasta los treinta.
Era un honor perder la vida
entre balas y aceros deslucidos,
también llevarse a la tumba
a unos cuantos enemigos.
A bote pronto, a sangre fría,
desde el caballo... ¡Gatillo ardiente!
Al montenegrino no lo prendían:
no se dejaba prender fácilmente.
Querían aguantar hasta los cien,
un siglo y pico, ávidos de vida;
entre la montaña y el cielo,
y junto al mar. Tierra querida.
Seiscientas mil idénticas porciones
de agua viva en una mano llena...
Y vivían los montenegrinos
su siglo largo, hasta la treintena.
Y brindan por sus maridos
las mujeres, borrachas de agua,
y esconden en el monte a sus hijos
hasta que sepan sujetar el arma.
Mudas, se visten de luto,
vierten agua en sus cocinas,
lloran en silencio absoluto:
el enemigo no puede oírlas.
Las mujeres, negras de pena,
como fecundas campiñas;
las montañas oscurecen con ellas,
quemándose a sí mismas.
Era una venganza cierta,
no existe fuego baldío:
si arde el monte y arde la gente,
ha llegado el desafío.
Como el hijo vengando al padre,
cinco siglos de furor divino,
las altas montañas arden
y el corazón del montenegrino.
Cambiaban los zares y los palatinos,
c pero muertes así no dan pena:
no respetaban los montenegrinos
a los que pasaban de la treintena.
No me basta con un nacimiento,
¡por segunda vez nacería!
Es una lástima que Montenegro
no sea segunda patria mía.
|