Manos llenas de agua fría llevaban a sus bocas sedientas: los montenegrinos deprisa bebían, vivían deprisa, hasta los treinta. Era un honor perder la vida entre balas y aceros deslucidos, también llevarse a la tumba a unos cuantos enemigos. A bote pronto, a sangre fría, desde el caballo... ¡Gatillo ardiente! Al montenegrino no lo prendían: no se dejaba prender fácilmente. Querían aguantar hasta los cien, un siglo y pico, ávidos de vida; entre la montaña y el cielo, y junto al mar. Tierra querida. Seiscientas mil idénticas porciones de agua viva en una mano llena... Y vivían los montenegrinos su siglo largo, hasta la treintena. Y brindan por sus maridos las mujeres, borrachas de agua, y esconden en el monte a sus hijos hasta que sepan sujetar el arma. Mudas, se visten de luto, vierten agua en sus cocinas, lloran en silencio absoluto: el enemigo no puede oírlas. Las mujeres, negras de pena, como fecundas campiñas; las montañas oscurecen con ellas, quemándose a sí mismas. Era una venganza cierta, no existe fuego baldío: si arde el monte y arde la gente, ha llegado el desafío. Como el hijo vengando al padre, cinco siglos de furor divino, las altas montañas arden y el corazón del montenegrino. Cambiaban los zares y los palatinos, c pero muertes así no dan pena: no respetaban los montenegrinos a los que pasaban de la treintena. No me basta con un nacimiento, ¡por segunda vez nacería! Es una lástima que Montenegro no sea segunda patria mía.
© Oleg Shatrov. Traducción, 2012